15/9/09
Datos
Hay muchos diálogos entre personas "civilizadas" que terminan porque uno de los interlocutores pone en duda la fiabilidad de los datos de su oponente. No es frecuente entre quienes buscan juntos la opinión que mejor se ajusta a la verdad o que se intercambian información mutuamente interesante, pero se da a veces.
Creo que hay varios posibles factores que explican esta abrupta terminación de tales diálogos. Uno de ellos es puramente cultural. No de cultura en sentido de diversidad de pueblos sino de falta de cultura por no haber cursado una asignatura que se llama estadística y cuyas nociones elementales se estudian ya en el bachillerato.
Dudar de la estadística como ciencia es un signo de incultura parecido a desconocer la noción de disco duro, de la televisión digital o de la capital de Francia. La idea de media, de correlación entre variables o de muestra representativa descalifican a un interlocutor e imposibilitan un intercambio normal de información.
Los rasgos de personalidad son otro de los obstáculos para la comunicación. Si alguien pretende a toda costa imponer su criterio (por inseguridad, afán de protagonismo o ego inflado) sin atender a razones y se toma la conversación como una pugna, es fácil que el dialogo derive en discusión. Esto es más frecuente si son hombres los que discuten y hay mujeres presentes. Ya no es tanto el divertido ejercicio del intercambio de opiniones como la lucha animal por la supremacía. Suele ser inevitable salvo que exista mucha educación y cortesía por todas las partes. La interrupción, así como las descalificaciones personales (el “tu no tienes ni idea” o “no tienes información”) suelen ser incompatibles con el noble e inteligente deporte verbal de intercambiar argumentos.
Luego están los interlocutores inflexibles que suelen decir, nada más surgir una discrepancia y cuando el otro intenta exponer los argumentos que sustentan su opinión, aquello de “no me vas a convencer”.
Como dice el refrán: “la intransigencia es la angustia de que el otro tenga razón”.
Pero volviendo a las nociones elementales de estadística. Es cierto que muchos datos están manipulados, sobre todo cuando hay intereses económicos por medio. Las tabacaleras, empresas nucleares, farmacéuticas, alimenticias, médicas y otras muchas suelen comprar literalmente a científicos mercenarios para defender sus tesis. No es difícil detectarlos y las bondades de sus productos deben ponerse casi siempre en cuarentena hasta que se verifiquen.
Si un Comité de la ONU afirma oficialmente, avalado por la firma de miles de expertos, que hay efectos perjudiciales sobre el Medio Ambiente por la emisión de CO2, aunque existan cuatro que discrepen (en nómina de multinacionales contaminantes) es casi de sentido común creérselo.
También es cierto que hay fraudes en revistas científicas de prestigio. Pero son una ínfima minoría. En temas como las matemáticas, la astrofísica o la termodinámica, dudar de los datos obtenidos por los expertos, más que espíritu crítico, puede deberse a paranoia.
Un ejemplo curioso: ya desde 1897 Durkheim (uno de los padres de la sociología moderna) estudió el papel de la religión en la salud. Observó que existía una diferencia en la mortalidad entre personas que practicaban el protestantismo y aquellas que seguían la religión católica.
Cien años después los estudios más recientes publicados al respecto demuestran que las personas con creencias religiosas tienen menos riesgo para sufrir prácticamente cualquier enfermedad, pero sobre todo se describe baja incidencia de depresión, hipertensión arterial, enfermedades infecciosas, cirrosis hepática e incluso enfermedades tumorales.
El estudio no es sospechoso ya que no ha sido financiado por el Vaticano y se refiere a cualquier religión.
Yo, que no soy creyente, puedo hacer cualquier cosa con esta información salvo dudar de su veracidad. Los autores del estudio parecen científicos honestos. Podrá gustarme o no pero debo intentar entender su lógica, nunca presuponer mala fe.
También se sabe que las mujeres practicantes que tienen dos hijos, tienen menores índices de mortalidad que el resto, aunque en la actualidad se desconoce la razón que explicaría estos hallazgos.
Los datos son curiosos por inesperados y se prestan a múltiples interpretaciones. Antes se pensaba que los creyentes vivían atemorizados por la cercanía de las tentaciones del pecado y la constante necesidad de seguir una normas rígidas que les mantendrían estresados. Resulta que no es así. Yo lo encuentro verosímil ya que la religión evita (o alivia) el estres, según otro estudio de un equipo de investigación de la Universidad de Toronto liderado por Michael Inzlicht sobre una muestra aceptable.
La conclusión (y la tesis que defiendo) es que, si los datos chocan con nuestras creencias (o prejuicios) hay que tener flexibilidad mental para cambiarlas. El resto es cabezonería.
Frase corta: "¿Para qué vamos a discutir si podemos arreglarlo a hostias?"
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